Reflexiones de una MADRE (3)

La vida
continúa y me obliga a regresar a ella. Me asomo a la ventana y los niños
corren, las señoras pasean sus cochecitos y las gentes salen a sus trabajos, el
sol brilla y los pájaros cantan. Entretanto, mi alma llora y se pierde en lo
más profundo de un abismo. Camino por mi departamento y no le encuentro sentido
a la vida. Nuevamente debo tomar decisiones urgentes antes de enloquecerme.


Han
trascurrido 2 meses y la ausencia de mi Tato es cada vez más grande, no puedo
continuar esta vida encerrada y llorando; es necesario retomar mi trabajo y
ocuparme en algo que me indique que no estoy muerta en vida y que mi
permanencia en este mundo continúa “a la fuerza” y debe hacerse de la mejor
forma posible en honor a mi muchacho. Estoy segura que, de esta forma, él podrá
ver a su madre como siempre la admiró: luchadora, activa y alegre, aunque el
dolor persista en acompañarme.

Decido llamar
a mi antiguo jefe y le solicito me reciba nuevamente en mi trabajo, porque, le
digo: “si sigo encerrada llorando ¿qué será de mí y de mi familia?” De
inmediato me responde: “Vente a Cali, que tengo el espacio para ti”

Tomé la
maleta con mi ropa, la foto de mi hijo y la imagen de la virgen y dije: “Me voy
con ustedes para iniciar una nueva vida”. Con mi esposo y mi otro hijo Julián
Andrés, nos reencontraríamos 2 meses después. Estoy segura que Hugo Alejandro
se sintió orgulloso de verme retomar la vida desde cero y con la satisfacción
de no haberse convertido en mi “verdugo” por el resto de mis días.

Además, este
“renacer” debería ser completo: llevaría a mi hijo en cada acto de mi vida, me
alentaría siempre su sonrisa y su energía y demostraría a todas luces que su
muerte no fue en vano, que me ubicó en el “aquí y el ahora”, que trabajaría con
amor al servicio de los demás y que mis pacientes serían atendidos como si
estuviera atendiendo a mis propios hijos. Así, continuó mi vida entre lágrimas,
mientras recontaba la historia de mi experiencia dolorosa, una y mil veces. Ese
era un requisito para poder respirar.

Poco a poco
me fui comprometiendo nuevamente con mi profesión, con mi rol de madre y
esposa, pero con otra visión de la vida: cada árbol era diferente, encontré
muchas estrellas que antes no veía. Lo mejor era que ahora lo encontraba a él
en cada una de ellas. Su presencia espiritual me permitió llenar cada espacio
vacío. Aunque se escuche irreverente, en ocasiones llegué a decir: “Bendito
dolor de la muerte de mi Tato, que me abrió al amor”. Ahora no cabía la duda:
Hugo Alejandro es ante todo amor y presencia antes que ausencia y dolor.

“Retomar la
vida con amor y responsabilidad”, esa es ahora mi tarea.

 

Beatriz López

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