¿CÓMO ABORDÉ COMO MADRE, EL TEMA DE LA MUERTE DE MI HIJO?

 

¿CÓMO ABORDÉ COMO MADRE, EL TEMA DE LA MUERTE DE MI HIJO?

Debo evocar aquel día…

Salgo
de la habitación del hospital donde acaba de morir mi hijo y la primera persona
que encuentro es al mejor amigo de mi padre quien hacía 7 años había vivido la experiencia
de la muerte de su hija. Sin duda alguna, él había experimentado un dolor tan
profundo como el que yo estaba viviendo en esos momentos…

 

Le pregunto:

         
¿Cuándo me va
a pasar este horrible dolor que siento ahora?

Su respuesta no se hace esperar…

         
¡Nunca…!

El mundo se me vino encima… ¡Por Dios! Si esto no
pasa nunca, ¿Qué va a ser de mi vida? ¡Yo no puedo vivir un solo día sin él!

 

Camino hacia la sala de espera donde
se encontraba mi padre quien padecía una delicada condición cardíaca. Mi primer
impulso fue darle tranquilidad…, si me veía destruida, creo no lo hubiera
podido soportar. Le ofrecí un poco de agua y me senté a su lado en silencio.

 

(Hoy reflexiono que este sencillo acto que realicé
casi de manera instintiva, me ayudaría a comprender que mi dolor pierde fuerza
y protagonismo cuando me dispongo a escuchar el dolor del otro).

 

Luego observé cómo se llevaban a mi
hijo. Sabía que no lo volvería a ver. La oscuridad y la desesperación me invadían,
solo el amor de la familia y de mis amigos devolvía un poco de luz a mi alma
ahora ensombrecida.

 

Mientras mi esposo se hacía cargo de
las diligencias pendientes en el hospital, los amigos me llevaron a la casa de
mis padres. Me “llevaban y me traían” yo no era dueña de mis decisiones. Al
llegar, me acerco a la ventana y observo las calles donde tantas veces lo vi
caminar y desde donde le pedía a Dios que lo protegiera. Sólo pude gritar, ¡No…!

 

Era impotencia de madre, era
frustración de vida, era sentirme traicionada por Dios, mi vida carecía
completamente de sentido… Nuevamente, los abrazos y el amor de los amigos me
invitaban a aceptar el “lado bueno” de la vida.

 

Era la primera vez que me enfrentaba
con la muerte. La vida se había detenido abruptamente, no sabía cómo seguir
adelante. Mi cuerpo reaccionaba con el propósito de protegerme, solo debía
estar sentada en silencio…, ¡Benditas lagrimas que me cubrían el rostro,
bendito silencio de Dios, que respetaba mi dolor y no tenía nada para decirme…!
Seguramente, al igual que mis amigos me abrazaba con su paz…

No se piensa, se respira a medias,
porque toca, porque es un reflejo. Lo único que se me ocurre decir es: ¡Señor,
bájate de esa cruz y llena el vacío que ha dejado mi hijo…!, ¡Les juro que
sentí que en esos momentos se bajó y me inundó de paz…!

 

Era una sensación contradictoria. Me
preguntaba: ¿Por qué no estoy loca? ¿Sería que yo no lo amaba tanto como
pensaba?

 

La vida continuó, debíamos comer,
dormir, asearnos. Pero, ¿cómo y para qué, con esta insoportable ausencia? Aún
no me daba cuenta que existía un esposo y un hijo que sufrían y me miraban sin
obtener respuestas. Solo con la necesidad de verme volver a la vida. Su abrazo,
su calor, su mirada, su silencio y su compañía, fueron las medicinas para
regresarme y para que lograra entender que me necesitaban, que estaban conmigo
y que su dolor era tan grande como el mío.

 

¡Gracias Dios por esos dos seres que has enviado a
mi vida para ayudarme a continuar…!

 

Las madres nunca pensamos en la muerte
de un hijo y cuando esta llega de repente a nuestras vidas, nos obliga a
“levantarnos del suelo”, completamente desnudas, sin egos, sin palabras, sin
deseos de vivir, sin respuestas, sin luz, pero con un amor infinito, con
valores, con herramientas y con un gran regalo de Dios: la posibilidad de tomar
nuestras propias decisiones.

 

La muerte nos aclara el concepto de
la vida, le da sentido. Es lo más seguro que tenemos. Si estamos vivos, es
seguro que algún día debemos morir sin importar nuestra edad. Si algo aprendí
de la muerte de mi hijo, es que esta fue sólo física, que su alma nunca murió,
que continúa por siempre y que debo ver más allá de ese hermoso capullo que
albergó durante 19 años a un ser inolvidable que ahora puede volar con libertad
y que me amará siempre de manera incondicional.

 

No puedo negar que le temo a la
muerte de los seres queridos que tengo a mi lado. Tengo miedo de volver a
sentir ese dolor tan grande, pero también sé que soy un ser perfecto, que fui
dotado con las fortalezas necesarias para enfrentar lo inevitable. La muerte de
mi hijo me ha enseñado tanto…, nunca pensé que él me dejaría la mejor herencia
y la mejor descripción sobre el verdadero sentido de la vida:

 

“La vida se vive con amor y servicio, Mamachata…”

 

Sé que mientras sea fiel a esa
enseñanza, su amplia y sincera sonrisa que ahora será eterna, iluminará siempre
mi vida hasta el día en que me reencuentre con él, con la frente en alto y la
misión cumplida.

 

¡Gracias mi Tato por hacerme entender el verdadero
significado de la muerte!

 

 

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