LA IRA EN EL DUELO

Por: Dr. Hugo Castelblanco Sierra
hugo.castelblanco@gmail.com

La ira es una de las seis emociones básicas que fundamentan nuestro sistema emocional. Algunos especialistas usan esta palabra para describir la expresión de esta emoción en su forma primigenia, mientras que otros prefieren llamarla enfado o enojo y entienden la ira como una exacerbación de estas. Recordemos cuales son estas emociones básicas.

En primer lugar, está la sorpresa que es la primera en generarse; por tal razón decimos que constituye la puerta de entrada a las demás emociones. Si la sorpresa es grata, la emoción que se genera de inmediato es la alegría. Si la sorpresa es ingrata, se genera el desagrado, denominado también asco. Esta emoción, como todas las seis básicas, es de importante intensidad, pero generalmente de corta duración. En la medida que la causa del desagrado persista, empezaremos a “rumiar” esta emoción y esta acción dará lugar a que rápidamente se puedan generar otras dos emociones poderosas que tienen un profundo impacto en nuestra autoorganización y en nuestras relaciones sociales: el enfado y el miedo. Finalmente, y como consecuencia del alto costo energético invertido en la generación de estas emociones, aparece siempre, de manera intrusiva, la tristeza.

Si bien las emociones tienen un papel importante en la respuesta de nuestro sistema defensivo cuando nos sentimos agredidos, lo cierto es que cuando son generadas por una pérdida significativa, permanecen vigentes en nuestro sistema nervioso, y mediante la “rumiación”, es decir, mediante la focalización repetitiva y pasiva de los aspectos difíciles y dolorosos generados por la pérdida que se da en los primeros momentos del afrontamiento del duelo, estas emociones (desagrado, ira y miedo) se exacerban, se manifiestan repetidamente y de diversas formas e intensidades y poco a poco van conformando sentimientos complejos como la culpa, la frustración, la desolación, el resentimiento o los celos.

Es claro entonces que, si en nuestro proceso de elaboración del duelo logramos expresar de manera consciente y libre las emociones básicas, poco a poco su manifestación será menos intensa, hasta que puedan ubicarse en un punto de equilibrio que no nos cause dolor. Diremos entonces que se han normalizado. 

Con relación al enfado, fuentes muy diversas pueden contribuir tanto a estimularlo como a normalizarlo. Así, algunas de las respuestas al enfado son positivas, es decir, nos motivan a realizar una acción en defensa de un derecho propio o ajeno que sentimos debemos hacer respetar. Esto, si bien en principio puede ser molesto, puede generarnos bienestar en la medida que consigamos el resultado que buscaba nuestra queja o reclamo. 

Por el contrario, las exacerbaciones descontroladas de enfado como la cólera o la desconsideración, nos producen un gran malestar, llegando algunas a ser francamente agresivas como la rabia (verbalización desmedida y pública del enfado) o la furia (manifestación agresiva y violenta). Estas dos últimas exacerbaciones del enfado, no son frecuentes en el duelo, con excepción de la manera como algunos dolientes pueden reaccionar en los primeros momentos que transcurren luego de haber sido informados o haber sido testigos de la muerte inesperada o violenta de su ser querido.

Con frecuencia, dirigimos nuestro enfado hacia nuestro núcleo familiar o social, hacia nosotros mismos o incluso hacia el ser querido que murió. Esta proyección del enfado, plenamente comprensible en muchos casos, acaba vulnerando la autoestima del doliente, debido a que es injusta e ilógica y contraria al objetivo central del enfado, que es el de corregir una situación y evitar que se repita. Es claro que el hecho de la muerte no lo podemos corregir o evitar, porque esta es irreversible e irrepetible. Por tal razón, la tarea del doliente, cuando asume el trabajo de duelo, deberá consistir en afrontar las consecuencias del evento traumático y minimizar la posibilidad de que se genere más dolor, tanto en la vida personal del doliente como en su núcleo familiar.  

Lo anterior nos permite comprender que las emociones amplían claramente nuestra inteligencia emocional. El desagrado, por ejemplo, nos previene de algo o alguien que puede hacernos daño o que es contrario a nuestros intereses o motivaciones, el miedo nos informa que estamos en peligro, la tristeza, que hemos perdido algo importante, y la alegría que hemos alcanzado alguno de los objetivos que nos habíamos propuesto o que nuestro entorno natural, familiar o social desea ser generoso con nosotros. Así es, las emociones nos aportan información relacionada con nuestro bienestar. 

Las emociones no son, simplemente, interrupciones molestas del curso de nuestra vida que hace falta controlar. Antes bien, son llamadas de atención que nos invitan a organizarnos y a las que es necesario prestar atención. Cuando experimentamos una gran pérdida o un gran cambio, las emociones nos alertan y, en combinación con nuestra razón, nos ilustran sobre lo que debemos hacer para conseguir aceptar lo sucedido y adaptarnos al nuevo entorno. Las emociones son vitales para que aprendamos a conducir nuestra vida, la cual nunca podría tener sentido sin el auxilio de ellas. El enfado, por ejemplo, nos indica que debemos proteger nuestros límites y hacer respetar nuestros derechos. La alegría y la tristeza van siempre de la mano, pues se necesitan la una a otra, para que aprendamos a sentirnos agradecidos, pero al mismo tiempo, sanamente vulnerables. Esto nos permite fortalecer nuestra autoestima y poner límites a nuestro ego. 

Las emociones también nos invitan a aprender, para incorporar nuevas ideas y nuevos comportamientos a nuestra vida. El enfado, por ejemplo, en la medida que lo normalizamos va dejando a su paso muchas cosas y muchas experiencias marcadas con el sello de: “Esto nunca lo voy a olvidar”. Bien puede tratarse de un gran error que sabemos no podemos repetir o de un gran acierto que podemos hacer que vierta muchos beneficios sobre nuestras vidas, si aprendemos a hacerlo huésped habitual de nuestras decisiones. 

Pero para que las emociones actúen con plena eficacia, es necesario que aprendamos a expresarlas de manera honesta, libre y responsable cuando se manifiestan, para luego normalizarlas y ubicarlas en su punto de equilibrio.

De esta manera, el enfado, en la medida que lo verbalizamos y lo compartimos con aquellos que nos aman y respetan, adquirirá nuevos formas de su expresión y nuevos nombres para su resignificación: ira, enfado, disgusto, molestia, inconformidad; o tal vez: orgullo, prepotencia, rebeldía y finalmente, obligación de trabajar emocional y cognitivamente para lograr entender que el enfado no aportaba nada a la elaboración de nuestro duelo y que, en lugar de sentirnos humillados y muchas veces agotados de hacer frente a nuestras experiencias de vida, nos experimentemos motivados, invitados e incluso retados a recorrer un camino que nos permita ser unas personas diferentes. Es claro que luego de la muerte de un ser querido, ya nunca más seremos los mismos…, tenemos entonces la oportunidad de ser mejores: más maduros, más tolerantes, más proactivos, más generosos, más solidarios, más felices.

Hugo Castelblanco

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