Saludos Capitán

Por: Lic. Mónica Hernández – Psicóloga, maestrante en Victimología y Tanatóloga en formación

duelandome@gmail.com

En el ámbito de la psicología, es común -incluso, casi obligatorio- que dentro de nuestra formación, debemos participar como facilitadores en grupos de aprendizaje que propicien el intercambio de ideas y conocimiento, sobre temas específicos y que sean estos de ayuda significativa. A manera personal, puedo exponer que me he topado a lo largo de poco más de una década de práctica profesional, con diferentes estilos de personalidad, niveles de conocimiento, pero sobre todo, con diferentes grados de compromiso de los facilitadores hacia su público objetivo. Sin temor a equivocarme, es este último factor el que impacta en mayor medida, en la toma de decisiones para transformar la vida de cada participante.

En esta ocasión, no pretendo abordar con tecnicismos lo que debe ser un grupo de apoyo, o uno terapéutico o psicoeducativo; ni mucho menos justificar con decenas de referencias bibliográficas. k mi deseo, si así lo permite el lector, enriquecer la imaginación del cuánto es que ayuda compartir con Sras personas, emociones y situaciones de vida con tinturas semejantes, desde la perspectiva del duelista -porque al fin y al cabo, todos como seres humanos, no estamos exentos del dolor-.

“¿Quién es esta?» Me dije a mí misma cuando, sin querer, me vi en un espejo que tenía frente a mi escritorio, después de haber llorado por horas, por días. “¡Qué injusta es la vida!, ¿Tendrá hambre, tendrá frío, le estarán haciendo daño?” Cada pensamiento, un martirio diferente. Ir a dormir, lavarse los dientes, comer, abrigarse… Acciones tan cSidianas, eran por sí mismas, un gran pesar. “¿Por qué yo sí -cualquier cosa-, y él no?» Pasábamos los días esperando nSicias; imaginando una llamada: “Ya estoy aquí, todo bien». Recordar, volver a repasar minuto a minuto la última vez que nos vimos. Implorar desesperadamente a un ser superior, regresar el tiempo y poder cambiar algo que lleve a un desenlace diferente. Tomarse algunas horas para recorrer los diferentes lugares de la casa, esperando que al caminar se pudiera bajar así una ansiedad espantosa. Observar -literalmente- los días en un tono gris, sin vida, sin ánimo. Se ha ido la alegría, no hay  turo -no uno bueno o uno que se deseara, al menos-. “¿Por qué a él, de entre tantas personas… él. Por qué si sólo vivía para ser gentil con los demás, ser compartido. Por qué en el ejercicio de su trabajo?”

En este punto, quizá, usted tenga una idea del duelo al que me estoy refiriendo. Viene a mi mente el testimonio que hizo ante la CONADEP, Miguel D’ Agostino en 1984: “¿Te torturaron mucho? Sí, los tres meses de cautiverio. Pero, si me lo preguntan hoy, diré que llevo siete años de tortura». El sentimiento que poseemos los familiares con el infortunio de tener a seres amados desaparecidos, se acerca mucho a esa respuesta.

Tres años después -del día del espejo-, tuve por suerte una actividad académica en la CNDH (México) y por azares del destino, se llevaba a cabo una reunión independiente, de aproximadamente unas quince personas. Recuerdo entrar a una sala enorme, con alfombra azul oscuro -de ese tono feo- y una luz blanca fría en lo alto, justo al centro. Al poner atención en su diálogo, e enternecedor escuchar decir: «El dolor no se borra, se transforma en lucha por la memoria y la justicia». Hoy sé que le pertenece a la escritora Nora Strejilevich.

«¿Puedo sentarme? -Todos son bienvenidos-, me respondieron». Y de ahí siguió una serie de citas que fielmente se dieron una vez al mes, durante medio año. O al menos, ese  e en mi caso. Ahí supe que estar en compañía, hablar sin temor al juicio, que todo sentimiento y pensamiento era perfectamente entendido, pero de una manera verdaderamente auténtica; donde no había competencias de ego -mi dolor es más grande que el tuyo-. Un grupo abierto, cálidamente humano; de todas las edades y de todos estratos sociales.

Saber que era perfectamente normal estar más que enojada. ¡Y no es para menos! Ya que no sólo se vive con una ausencia y su incertidumbre; se vienen en cascada un sinfín de cambios para toda una familia: En su configuración, en su economía, en las pláticas eternas haciendo planes que no se llevaban a cabo o que no ncionaban. De tener que estar erte para un Sro que está de rodillas pidiendo clemencia. Y en nuestro caso, de lidiar con la demencia de una madre que prefirió desligarse de la realidad que enfrentar la cruel realidad de la desaparición de su hijo y al tiempo, con su partida también.

Fue en grupo donde supe canalizar mi ira al verme en los zapatos de Sra mujer y poder reconocer “ko hago yo y me estoy destruyendo» Fue en grupo donde quise cambiarlo. Fue en grupo donde quise resignificar lo vivido, “Ahora, has que valga la pena» -me dijeron un día-. Fue en grupo donde volví a reconciliarme con mi Dios que tanta falta me hizo esos años.

Qué tan oportuna es la leyenda budista de Kisa GSami: «¿Has traído el grano de mostaza? -No, pero empiezo a comprender lo que quieres enseñarme. Me cegaba la pena y creía que yo era la única que había sufrido-. ¿Por qué has vuelto, entonces? -Para pedirte que descubramos qué es lo que hay más allá de la muerte y qué hay más allá de mí».

Fue en grupo donde dejé de llorar con sólo escuchar pronunciar su nombre. Fue en grupo donde supe que está bien encontrar un sentido de vida, Sra vez, por quinta, se a, séptima vez… ¡Qué calma saber que no soy la única! Porque, como diría Viktor Frankl, “La vida no es un placer, sino una responsabilidad». Y acá vamos, 16 años y contando.

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