CONTEMPLARLO TODO POR ÚLTIMA VEZ.

Por: Tatiana Pino Rodríguez
Tatianapino@gmail.com

Un día antes de morir, V. ya casi no hablaba. Su voz era cada vez más bajita y ronca. Su palidez amarilla, nos venía contando que se iba acercando lo inevitable. Ese día, su  familia lo visitó y él, con un gran esfuerzo, logró sentarse. Abrió sus ojos, miraba a todos los que lo rodeaban. Fijaba su mirada con detenimiento en lo que, supongo, éramos personas borrosas. Abrió sus ojos grandes y en ese momento sentí  que se estaba guardando esas imágenes por última vez. 

No dijo mucho, no recuerdo qué dijo, pero el gesto de la contemplación me pareció sublime y doloroso. Ahora me pregunto: ¿a dónde van esas miradas de contemplación cuando morimos? ¿esos recuerdos de la última vez que lo contemplamos?. Esa mirada triste y contemplativa venía cargada de unos días difíciles a la espera de un esquivo milagro, que nunca llegó. Esa mirada detuvo el tiempo en esa tarde noche de jueves de agosto. Dolía saber que esas eran sus últimas horas,  sus últimos parpadeos, pero también dolía presenciar ese tiempo que parecía infinito. 

La muerte en casa es dolorosa y desgarradora, resulta ser espantosamente lenta. Sentir cómo se apaga la chispa vital cada segundo, es bastante angustiante. Se siente el dolor de dejar esta vida. 

70 días después sigo herida. Ningún proceso de duelo es igual a otro . No somos las mismas personas en cada duelo vivido. No logramos atravesar enteras esos días; salimos rotas, heridas, con rasguños, cansadas, agotadas y con la energía por los pisos. Intentar reconfortarnos con el descanso de quien se fue, tarda tiempo. Es un alivio casi imperceptible, un alivio casi íntimo, muy personal. Cuestan días y noches para llegar a ese punto. Algunos días he visitado la aceptación, otros, sigue doliendo la ausencia.   

Esa travesía dolorosa de la muerte, inherente  a una familia, que se extiende como una red, es una experiencia transformadora. Una muerte logra unir y resanar espacios que se han devastado con el paso del tiempo, favorece el encuentro, la solidaridad, la ternura, la contención y, ciertamente, también el apego por la vida. 

La muerte de V. me estremeció, a un punto de una tristeza profunda que he logrado medio navegar en estos 70 días. Aún, teniendo  herramientas para la gestión de estas sensaciones, esta tristeza no sabía muy bien por dónde salir. Por eso, aquí están estas letras cargadas de lágrimas inundando mis ojos. Esa tristeza a veces logra pasar desapercibida, pero sigue intacta. Logró estar. Y supongo que está bien sentirla y dejarla pasar, eso quiero, eso querría V. Está bien estar triste, pero no quedarnos allí. 

Nada permanece, todo cambia, siempre cambia. 

La muerte repentina, no tan repentina como un accidente, pero sí lenta, lentísima, que se tomó todas esas gabelas de tiempo, de su propio ritmo, hace doler la vida misma. Sacude y transforma. 

Aquí estoy transformada por otra experiencia de muerte cercana. Me consuelan su risa y sus vivencias felices. Cuando fuimos felices, cuando reímos. Lo que  debería importar, ahora se reorganizó. Nos dimos cuenta que muchas cosas que consideramos importantes, no lo son tanto.

La muerte impone prioridades: Una de ellas, y sobre cómo empecé a escribir este texto, fue una foto que vi en internet que detonó esta tristeza contenida,  me hizo pensar en la contemplación previa a la muerte. La vida es lo suficientemente buena si nos deja, así sea por un breve instante, contemplar a quienes amamos. Esa debería ser una razón para morir o vivir en paz. Cuando nuestra gente sonríe, nuestra alma es inmortal. 

 1 Foto y texto tomado de la red social X de la usuaria @orillate del 18 de octubre de 2024

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